Caído del Cielo: el Niño Jesús en la pintura y la iluminación de libros (s. XIV-XVI)
José Luis Trullo.- Aunque la imagen que tenemos en los tiempos modernos de la clásica escena de la Natividad de Jesús (con la presencia del Niño acomodado en un pesebre circundado por María y José, con el asno y el buey en segundo plano y los Reyes Magos, cuando comparecen, al borde del portal) puede resultarnos convencional, arquetípica y, por ello, invariable a lo largo del tiempo, lo cierto es que no es así. Un somero repaso a la iconografía de dicha escena en la historia de la pintura y la iluminación de manuscritos puede proporcionarnos, aparte de un didáctico contrapunto a nuestros prejuicios, una interesante perspectiva de comprensión religiosa de este episodio fundamental en la historia de la especie.
Y es que, sí, por muy desmesurado que nos pueda parecer, un hecho tan humilde como el nacimiendo de un bebé en un remoto rincón de Oriente Medio cambió el curso de la humanidad. Dejando a un lado si su incidencia real se debió, en gran medida, a su adopción como religión oficial por parte del Imperio Romano (aun cuando podríamos preguntarnos si no fue al revés: que los politeístas se tuvieron que prosternar ante el cristianismo porque en él reconocieron el único camino a la salvación), lo cierto e incontrovertible es que la representación de la Natividad de Jesús ha merecido, en todas las épocas, una atención primordial, esmerada y devota.
Desde los primeros mosaicos paleocristianos, seguidos por los altorrelieves que adornaban los sarcófagos de los patricios creyentes durante el siglo IV, pasando por los frescos románicos y los altares góticos, hasta desembocar en la iluminación de manuscritos de finales de la Edad Media y los lienzos y las tablas renacentistas, la fortuna iconográfica que ha corrido la Natividad del Señor ha sido variopinta, si bien hay que destacar que la continuidad de dicha representación fue muy superior entre los siglos XIV y XVI que la que experimentó en épocas posteriores.
Precisamente este hecho es el que me ha movido a escribir este breve artículo acerca del modo en que los pintores plasmaron al Niño Jesús en sus respectivas Natividades en la Edad Media y el Renacimiento, poniendo énfasis en el siguiente punto: el que fuese representado, en lugar de como un recién nacido más (aun dotado de cierta aura celestial), que es como nos lo figuramos actualmente, como un auténtico ser de otra galaxia, casi como un meteorito. Me explico.
En no pocas obras medievales, aparece el Niño Jesús, no cómodamente instalado en un pesebre de madera o de piedra (como sí se le representa en piezas más antiguas, y también posteriores), sino directamente posado sobre el suelo, a veces sobre el borde de la capa de la Virgen o sobre un simple paño, pero no siempre. Este es el caso, por poner sólo un ejemplo, de la Adoración del Niño (1445), de Stephan Lochner, una pintura sobre tabla en la cual vemos al recién nacido depositado en tierra, mientras la Virgen lo contempla en actitud reverente, aunque extrañamente distante. A diferencia de otras muchas representaciones anteriores ‒caso de la anónima Natividad de 1410 conservada en la Galería de Viena, o en la de 1340 en la Galería Nacional de Praga, donde María se muestra afectuosa y en contacto con el bebé‒, en esta nos sorprende la frialdad de la madre respecto al fruto de sus entrañas. Es como si no acabara de reconocerlo como propio.
Esta imagen evoca someramente otra ilustre, y anterior, cual es la Natividad de los hermanos Limbourg (1415), ejecutada en pergamino para iluminar sus Muy Ricas Horas del Duque de Berry, con la diferencia de que, en este caso, el Niño parece descender suavemente en vertical, proyectado por Dios Padre y portado hasta la tierra por un pequeño coro de ángeles. Se trata, qué duda cabe, de una imagen más apacible que la de Lochner, si bien ésta aún será superada ‒en crudeza y frialdad‒ por otros muchos artistas, como veremos más adelante.
La impresión es que el parto se ha producido, no del cuerpo de María, sino directamente por descendimiento vertical desde las alturas. Más que nacer, se diría que Jesucristo ha "caído" del Cielo, o directamente ha sido "arrojado" a la tierra. Este es el caso de numerosas miniaturas de manuscritos de la tardía Edad Media, y de no pocos lienzos y pinturas sobre tabla. Veamos algunos ejemplos.
En una tabla de gran tamaño para la época (mediados del s. XV), Petrus Christus pintó una Natividad en la cual aparece la Sagrada Familia enmarcada en una extraña construcción mixta, pues el frontal en piedra muestra una decoración escultórica primorosa, mientras que el fondo de la misma se ajusta mejor al concepto de pesebre en madera legado por la tradición. El Niño Jesús está tumbado en el suelo, totalmente desnudo y aterido, posado sobre una esquina de la ropa de la Virgen; María y José lo contemplan con actitud desapegada, casi inexpresiva; ni rastro de la maravilla que hallamos en otras obras, ni tampoco del aura que desprende el cuerpecillo del bebé en múltiples pinturas. Aunque se trata de un contexto hiératico y ceremonial, la impresión que causa la escena es la de que nos encontramos ante un evento extraordinario: no encaja en nuestra visión de una pareja que acoge a un recién nacido, sino que percibimos una atmósfera sacramental, aunque gélida. Aquel ser tan desvalido parece haber supuesto un impacto descomunal en la crónica familiar de sus padres, quienes se diría que no saben reaccionar ante lo ocurrido. Para ellos, Jesucristo es... un extraterrestre, prácticamente. Ahora bien, lejos de sentirse aterrorizados ‒como cabría esperar en una situación semejante‒, se les ve absortos, ensimismados, como invadidos por una paz... de otro mundo.
Esta impavidez contrasta con la abundancia de detalles afectuosos que presiden no pocas obras medievales consagradas al tema: un somero examen de las mismas nos muestran a la Virgen amamantando al Niño, abrazada cariñosamente a Él o incluso tapándole delicadamente con una sábana, como en el caso de la Natividad de Taddeo Gaddi que puede visualizarse aquí.
En la misma línea y por las mismas fechas aborda Rogier van der Weyden su Natividad, mostrando al Niño posado en el suelo, totalmente desnudo sobre la esquina del vestido de María, aunque la expresión de sus padres es mucho más humana, con ese punto de apacible extrañeza que caracteriza la iconografía de esta escena por aquella época. Aquí es la Virgen quien parece investida de un aura sacramental. José, por su parte, guarda las distancias, sosteniendo en la mano una pequeña vela y haciendo un ademán ambiguo con la mano libre.
En uno de los paneles laterales del altar de Santo Tomás, actualmente en el Museo de Art de Hamburgo, el Maestro Francke pintó una Natividad (1424) en la cual la impresión de que el Niño Jesús ha "caído" del Cielo es total, dada la forma en que el artista ha plasmado su imagen corporal, como si efectivamente se acabase de "estampar" contra el suelo. Incluso los trazos dorados que conectan en una vertical a Dios en las alturas y al Hijo en la tierra funcionan, además de como plasmación iconográfica de la naturaleza sagrada de ambas figuras, casi como líneas cinéticas: se diría que la "caída" acaba de producirse ante nuestros ojos ahora mismo.
En la misma línea, en el libro de horas conservado en la Biblioteca Pierpont Morgan con la signatura MS M. 972, aparece una miniatura de la Natividad en la cual se incide de nuevo en esta tipología iconográfica, con el Niño cayendo de las alturas en una vertical con la figura de Dios Padre en las alturas, si bien en este caso la ilusión cinética no es tan acusada como en el caso anterior.
En el panel central de su célebre Tríptico Portinati, poco más tarde (1477), Hugo van der Goes plasmaba una Natividad en términos más desarrollados, esto es: con el Niño Jesús depositado en el suelo, aunque sin protección alguna, totalmente desvalido, rodeado esta vez de una nutrida comitiva de ángeles y varios pastores. Resulta una imagen pasmosa, por el contraste que, a nuestros modernos ojos, se produce entre la máxima atención de los adultos y el absoluto desamparo de la criatura. Es como si, en lugar de requerir cuidados, el bebé los dispensase; como si el binomio cuidador-cuidado se hubiese invertido. ¿Y no es ese, el mensaje más hondo del cristianismo? "El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir" (Mt 20:28), es decir, no para ser salvado, sino para salvar...
Muchos pintores, tanto flamencos como alemanes e italianos, tomaron el testigo de la iconografía del Niño Jesús como "caído del Cielo", o sea, en su aspecto de bebé desnudo y aislado: Hans Holbein, Hans Memling, Alberto Durero, Hans Baldung Grien, Jan de Beer, Filippo Lippi, Benozzo Gozzoli, Piero della Francesca, Giorgione... La lista es interminable, pero da buena cuenta de que, en un determinado período de la pintura (sobre tabla, lienzo o manuscrito), el que va desde el siglo XIV hasta bien entrado el XVI, la Natividad fue plasmada de acuerdo con unos principios que quiero creer teológicos, y no sometidos a una mera cuestión de capricho o de moda.
¿Cuál es el principio teológico que dimana de las imágenes que hemos tenido oportunidad de contemplar y comentar? Para mí, resulta claro: Jesucristo aparece acogido, desde el primer momento, como una criatura de un orden totalmente distinto a las demás; más aún: las personas que tienen ocasión de asistir a sus primeros días de vida parecen percibir que con el advenimiento a la existencia carnal de aquel ser aureolado, se abre una nueva fase en la historia de la humanidad.
El hecho de que, en no pocas piezas, la figura del Niño aparezca en una vertical con la figura de Dios Padre, de cuya boca parece estar siendo "escupido" (véase la sorprendente Natividad de Andreas Giltlinger, 1552, en este enlace), ahonda en una nueva dimensión del tema: enviando a Su Hijo a la tierra, el Señor nos da, en cuando criaturas, la posibilidad de retornar al Creador, por medio de nuestra fe. Cayendo del Cielo, el Niño Jesús simboliza una nueva "caída" (tras la adánica) y, a su vez, la opción de suturar el desgarro del pecado original. Así, Jesucristo viene, no sólo a salvarnos, sino a rescatarnos, y lo hace, antes aún que en la cruz, en el portal: al hacerse hombre, es más, niño (el más desprotegido de los humanos), Dios se apiada de nosotros, y apela a nuestro corazón a hacer lo mismo. Creyendo, el hombre descorre hacia arriba, con la fe, el camino recorrido hacia abajo, con el pecado: se trata de un auténtico retorno, de una reconciliación. Por eso la figura del Niño Jesús conmociona nuestra cosmovisión: porque nos hace comprender el auténtico sentido del mensaje de Cristo encarnado, que en su radical desnudez nos recuerda que somos pecadores -esto es, parciales y falibles- y debemos arrepentirnos -es decir, asumirlo e integrarlo- para acceder a un conocimiento de nivel superior, que en ello y no en otra cosa consiste la auténtica salvación.