HISTORIA

Erasmo y el Nuevo Testamento

Redacción.- Desiderius Erasmo, conocido con el nombre de Erasmo (1466-1536) fue una de las personalidades más relevantes en Europa durante uno de sus períodos más decisivos, el de la Reforma protestante. Nacido en Rotterdam (Holanda), Erasmo creció en un entorno dominado por el catolicismo romano, hasta el punto de llegar a tomar votos monásticos. Desde muy pequeño sintió la llamada del estudio, la lectura y el conocimiento, dedicando toda su vida a la escritura y a la investigación. Invirtió su talento literario en la ridiculización y denuncia de los vicios en su libro Elogio de la locura, cuya publicación en 1509 provocó la ira de sacerdotes y monjes. En este texto no arremetía contra la teología romana, sino contra la conducta licenciosa de ciertos miembros del clero. Otras obras literarias salidas de su pluma fueron las traducciones y ediciones críticas de autores clásicos y de los Padres de la Iglesia, entre otros, San Jerónimo, Hilario, Ireneo, Ambrosio, Orígenes de Alejandría o Agustín de Hipona. También publicó los Coloquios familiares y el Discurso sobre el libre albedrío, donde polemizaba con Martín Lutero.

Sin prácticamente ayuda, de manera autodidacta, Erasmo revivió el estudio del griego clásico en las universidades europeas, llegando a impartir clases en la Universidad de Cambridge, aunque no es cierto (como refuta Doug Kutilek) que William Tyndale fuese alumno suyo, ya que no llegaron a coincidir en el tiempo. A Erasmo le debemos la edición y publicación, por primera vez en la Edad Moderna, del Nuevo Testamento en griego de manera independiente en 1516, aunque un par de años antes ya se había incluido una versión en la Políglota Complutense. La idea de publicar los Evangelios en griego por separado partió del impresor suizo Johann Froben y el libro, con el título de Novum Instrumentum omne, fue dedicado al Papa León X. Para su edición, Erasmo contó con unas fuentes manuscritas bastante precarias, recurriendo entre otros a un códice del siglo XII para los Evangelios, y otro diferente para los Hechos de los Apóstoles, del mismo siglo, que cotejaba con la Vulgata, si bien (como apunta James White) dispuso de unos diez códices distintos procedentes de las islas británicas, más uno prestado por su amigo Johannes Reuchlin. Para el Apocalipsis, Erasmo disponía de un manuscrito al que le faltaban los últimos seis versículos, por lo que tuvo que echar mano de una traducción inversa tomando como referencia el texto latino. Lo cierto es que esta disparidad de fuentes, así como su carácter no siempre fiable, redundó en numerosos errores que se perpetuarían con las sucesivas versiones y traducciones. Cabe advertir, además, que en el siglo XVI las imprentas no disponían de grandes medios para controlar la calidad de sus ediciones, con lo cual puede imaginarse el relativo caos que generó esta forma de trabajar.

No hay duda de que Erasmo estaba familiarizado con otros manuscritos en griego del Nuevo Testamento distintos a los que usó como fuente para su edición, pero no es cierto (como algunos críticos han argüido) que, ante una duda, escudriñase cientos de ellos antes de decidir una u otra opción. Los textos de los cuales se tiene certeza que fueron consultados en algún momento para la tarea de la traducción por parte de Erasmo son los llamados Minúsculos 1eap, 1rK, 2e, 2ap, 4ap, 7p y 817. Es más, el propio Erasmo admitió que su primera edición fue realizada de un modo "bastante descuidado" y publicada de forma algo precipitada. Basta con reseñar que, mientras que Erasmo invirtió quince años para ultimar su edición de las obras de San Jerónimo y diez su nueva traducción del Nuevo Testamento al latín, apenas invirtió diez meses en su versión en griego de los Evangelios (aunque es cierto que, según sus biógrafos, era una persona capaz de trabajar durante más de catorce horas al día de forma intensa y concentrada). Si a ello le añadimos el tedio que, según sus biógrafos, le causaba la corrección de pruebas de sus propios libros, el resultado no podía ser demasiado esperanzador.

A pesar de sus defectos, la edición en griego del Nuevo Testamento traducido por Erasmo se vendió rápidamente, preparándose una segunda con gran prontitud. Esta nueva edición incorporó numerosas correcciones y se puso a la venta en 1519, siendo la que empleó Lutero para su propia traducción al alemán. Entre la primera y la segunda edición se vendieron, en total, 3.200 ejemplares del libro, publicándose una tercera en 1522, que a la sazón fue la que utilizó William Tyndale para su versión de los Evangelios en inglés. Una nueva edición profusamente revisada vio la luz en 1527 y una quinta, en 1535. Según los estudiosos, entre la primera y la segunda edición hay un total de 400 discrepancias; entre la segunda y la tercera, 118; entre la tercera y la cuarta, 113; y entre la cuarta y la quinta, 4 o 5 (según los autores). Estas dos últimas ediciones fueron reimpresas en multitud de ocasiones sin ninguna clase de revisión ni corrección ulterior durante la centuria siguiente, recibiendo el nombre genérico de Textus Receptus. El resultado fue que el texto de Erasmo, despachado de forma apresurada a partir de un número limitadísimo de fuentes fiables, preñado de errores y de lecturas carentes de ninguna clase de aval documental, se convirtió durante casi 300 años en la única versión impresa disponible del Nuevo Testamento en griego, erigiéndose en la referencia fundamental para las traducciones protestantes de los Evangelios realizadas durante todo ese tiempo.

Teniendo en cuenta las condiciones bastante comprometidas en las que Erasmo tuvo que realizar su trabajo filológico y teológico (donde incluso una coma puede cambiar el sentido del texto volcado de un idioma a otro), así como las lógicas deficiencias que se derivaban de cualquier obra impresa en aquella época, resulta cuanto menos arriesgado atribuirle a su traducción un plus de autoridad e incluso de suficiencia, aunque en modo alguno se trata de una mala versión, ni mucho menos de un texto herético. Cabe reconocer la importancia histórica que tuvo en su momento, si bien su fortuna editorial se prolongó en exceso, tanto por culpa de las inercias culturales como de la pereza de los editores e incluso de sus lógicas precauciones ante una tarea semejante. Aun así, tendríamos que aguardar mucho tiempo hasta que la filología y los estudios comparativos le proporcionasen a la teología un soporte fiable sobre el que edificar una versión mejor fundamentada y contrastada de un texto que, tal vez, fuese inspirado por Dios todopoderoso, pero que desde luego fue volcado y fijado en palabras impresas por personas humanas, falibles y erráticas, con todo lo que ello conlleva.