Olga Real Riera.- Sea cual sea el momento que observemos en la historia de la humanidad, hay algo que parece repetirse: creer en Dios requiere siempre de valentía y propósito. La construcción que nos hacemos del mundo que nos rodea difiere en gran medida si tenemos o no tenemos presente a Dios.
Hoy, sumidos como estamos en el caos del yo superlativo, hemos conseguido convertir nuestra existencia en algo insulso, prosaico y falto de transcendencia. Y eso, que a los ojos de cualquier ateo parecería algo insignificante, lo que en realidad muestra es una pérdida de excelencia a todos los niveles, incluidos los profanos, porque cuando uno hace las cosas mirando hacia arriba: si se tiene algo superior a lo que asirse para hacer cualquier cosa, sea en el ámbito que sea, se ubicará sin lugar a dudas en una posición más elevada que aquel que parece creer que no hay nada por encima que intervenga en todo aquello que le ocurra.
Históricamente, Dios se hizo necesario para controlar de algún modo a quienes ostentaban el poder, y , aunque no se tradujese con frecuencia en actos benevolentes y piadosos con aquellos sobre los que gobernaban, sí que sirvió para plasmar la grandeza de la que somos capaces los hombres. El honor, la lealtad, el coraje, la belleza y el amor no pueden llegar al nivel más alto que pueden alcanzar si no se contempla a Dios. La ecuación de la vida sin Dios no es valiosa, el resultado es erróneo y el vacío al que asistimos sin lo divino se nos antoja débil, careciendo por completo de consistencia. La razón a la que el hombre moderno se agarra con insolencia, jactándose constantemente de no necesitar a Dios, lo está conduciendo cada día más hacia su perdición.
Estamos asistiendo a una transformación de la espiritualidad en la que todos creen ser espirituales, pero nadie lo es realmente. La falta de compromiso con aquello que llamamos Dios, los sucedáneos que hemos aceptado por válidos como compensación por nuestra falta, son vacuos y no requieren del esfuerzo que antaño se exigía para relacionarse con lo que está más allá de nuestra comprensión. La Fe, esa gran olvidada, se ha disfrazado de esperanza, la hermana pequeña que no sabe a dónde va (por algo fue la única que quedó encerrada en la caja de Pandora). Creer en Dios no es una decisión que uno toma, no procede de la educación que uno recibe, ni es una preferencia que uno escoge. Creer en Dios es un arduo camino, lleno de incógnitas, de tropiezos y de preguntas que nunca serán contestadas. Es un desafío a todos los niveles, incluido el intelectual. Es una puerta que, si se abre, te lleva a lugares a los que es imposible llegar desde la razón, la emoción o la fantasía. Dios es el que es, el que era y el que será, con independencia de lo que nosotros, los hombres, creamos que es, o que no es.
En este contexto, llega a mis manos la antología Las cosas que no son. Los aforistas y Dios (Libros al Albur, Sevilla, 2018). Para sus autores, hablar de Dios es revolucionario. La modernidad ha engullido la figura que sostenía el espíritu y que proporcionaba calma ante las grandes incógnitas que la vida nos deparaba. Dios es lo único que existe, frase que he encontrado en la introducción y que revela al buen entendedor un acertado resumen de lo que en este siglo profano nos negamos a contemplar. Gabriel Insausti llega a la profundidad de Dios con sus aforismos; tras leerlo, parece casi inevitable que no exista. Gregorio Luri enfrenta la figura del hombre con la de Dios, y como se relaciona con ella. Jesús Cotta describe a Dios y le otorga la existencia del amor y de la poesía dejando la certeza del ateo como la nada. Felix Trull añade pragmatismo y ofrece los porqués razonables de la existencia de Dios mostrando la baja calidad personal de aquellos que no contemplan lo que no comprenden. Andar Mayora nos muestra nuestra vulnerabilidad, relaciona el sufrimiento humano y la nimiedad que nos acompaña con la necesidad de encontrar el alivio que proporciona Dios a través de nuestra sombra. Juan Kruz Igerabide y Jose Manuel Camacho Vázquez, cada uno en su registro, reflejan la inmensidad de Dios, uno de sus atributos más clásicos. Enrique Garcia-Máiquez nos muestra a Dios como a un Padre que vela, ampara y contempla nuestro devenir. Y así, todos ellos consiguen que el lector se pregunte, como mínimo, qué nos está pasando desde que no hablamos de Dios.
AA.VV., Las cosas que no son. Los aforistas y Dios. Libros al Albur, Sevilla, 2018
Los aforistas y Dios
José Luis Trullo.- Si alguna instancia ha acompañado a la especie humana desde los orígenes de los tiempos es, precisamente, la sagrada, coetánea –según documentan los antropológos– de la preocupación por la muerte y de la subsiguiente necesidad de otorgar un sentido a nuestra existencia. La dificultad de coronar esta última tarea de manera plenamente satisfactoria es la que habría motivado la pregunta por Dios y, de manera casi simultánea, la imposición de su “existencia” como epítome de un absoluto que, en la relativa vida humana (y salvo episódicos raptos efímeros, como los que experimentamos en el arte o en el sexo) , parece no encontrar un espacio en las horas de los días.
No es preciso insistir mucho en ello. Dios ha caminado de la mano de la humanidad desde la cuna: no existe una civilización, un personaje histórico, ni siquiera un individuo de a pie, famélico y anónimo, que no haya tenido que resolver, en algún momento de su existencia, singular o colectiva, la cuestión acerca de su relación con lo divino. En los libros figuran documentadas las distintas respuestas que se han implementado a lo largo de los siglos a esta acuciante pregunta, siempre sn resolver.
Tampoco los aforistas han sido ajenos a Dios. Todo lo contrario: el aforismo moderno, que arranca en el s. XVII con Pascal, lo hace por mor de un hombre –curiosamente (o no) de contrastada competencia científica– en cuya obra fragmentaria, los célebres Pensamientos, la búsqueda de Dios resulta perentoria, acuciante, incluso obsesiva. No tenía necesidad “lógica” de Dios un científico como Pascal, pero sí espiritual… pues (aunque haya quien lo siga dudando) no sólo de materia vive el hombre.
Otro aforista eminente ‒aunque de una sensibilidad completamente distinta, cuando no antagónica‒ que vertió en su escritura sus devaneos con lo sagrado fue el romántico Joseph Joubert. Basta leer el esmero, la elegancia y el pudor con el que le hace Joubert espacio a Dios en sus aforismos para que el ateo más recalcitrante tenga que poner sus dogmas laicos en cuarentena, aunque sea durante unos minutos.
De entre todos los escritores de aforismos, quizás el que mostró un mayor empeño en erigirse en auténtico abogado de Dios fue el colombiano Nicolás Gómez Dávila. Para un pensador que no dudaba en calificarse a sí mismo de “reaccionario”, dentro de su cruzada personal contra la Modernidad la figura de Dios ocupaba un eje indubitable. Se perciben en sus Escolios a un texto implícito (1977) una recurrencia a Dios como ‘basso continuo’ de todas sus invectivas contra la sociedad ramplona y burocrática que le rodea: si Dios no existe (y, para él, claro, Dios es lo único que “existe”), es que el mundo se ha echado a perder. Difícil, a la luz de los derroteros por los que se ha precipita-do nuestra civilización posmoderna, no sentirse cuanto menos apelado por sus vaticinios.
Entre los aforistas españoles, ninguno como José Camón Aznar para atestiguar la pertinacia con que la alargada sombra de Dios se ha proyectado sobre los escritores de la brevedad. En sus Aforismos del solitario (1982), libro de una intempestividad subyugante, el autor plasma sin ambages sus encendidas convicciones católicas, de entre las cuales descuellan numerosas reflexiones acerca del compromiso ineludible que con lo divino entabla el ser humano por el mero hecho de nacer. Incluso no duda Camón Aznar en trazar silogismos que sólo en apariencia podrían calificarse de apresurados: “esperas algo: luego crees en algo: luego crees en Dios”.
Uno de los pensadores más audaces del siglo XX, Andrés Ortiz-Osés, reúne en su libro Filosofía de la experiencia (2006) una extensa colección de aforismos, entre los cuales descuellan muchos consagrados a glosar la figura de Dios, tanto desde una perspectiva estrictamente personal como cultural, filosófica y crítica. Son casi treinta aforismos donde vamos a encontrar muchos de los temas que acaban abordando todos aquellos aforistas que se aproximan a la cuestión de Dios: su carácter excesivo, ajeno a las dimensiones racionales (“Dios es esto, lo otro y lo de más allá: esto y lo otro en su más allá”); su naturaleza ambivalente, huidiza, que se resiste a plegarse a las categorías humanas (“El misterio de Dios como misterio para el propio Dios”); su incidencia en lo más íntimo del individuo y deaquellas experiencias que le son propias (“El hombre precisa de Dios para sentirse acompañado en el universo flotante”; “Si Dios no existe en nuestro mundo, ¿cómo va a perdurar nuestro amor?”) y su extraña persistencia en una época que quiere creerse al margen de su abrigo.
(Extracto del prólogo a la antología Las cosas que no son. Los aforistas y Dios, publicada por Libros al Albur, Sevilla, 2018)