Las cantilaciones poéticas de Mayora

Estos poemas son rigurosamente inéditos, y en ellos accedemos a un registro poco divulgado del autor, cual es la meditación de naturaleza religiosa. Con ello, abrimos un espacio en Speculum a las creaciones contemporáneas en las que se constata la persistencia de la interrogación por la trascendencia, que unas veces se traduce en obras abiertamente confesionales y en otras, como es el caso, de indagación y búsqueda. Licenciado en Humanidades, Ander Mayora (Éibar, Guipúzcoa, 1978) ha vivido en Mozambique y Londres, y actualmente reside en San Sebastián. Forma parte de la que algunos han llamado la "escuela vasca" aforística, en la cual se incluyen también Aitor Francos o Karlos Linazaroso y, en una generación anterior, Ramón Eder y Karmelo C. Iribarren. Tras su sorprendente -por lo serio y profundo- primer libro de aforismos, La clemencia del tiempo (Los Papeles del Sitio, 2015), este año ha publicado El Páramo (Trea, 2018), donde confirma y aquilata las promesas allí intuidas. Ha publicado textos en las plataformas digitales El Aforista y Uroboro. Acaba de publicar su primer poemario, Año adentro (Libros al Albur).


EN UN TEMPLO

Con ambas manos, palpo
la columna rugosa
y antigua de este templo
inmemorial. Es ahora
cristiano, pero antaño
fue una mezquita; y antes
de los mahometanos,
con certeza segura,
una capilla arriana.
Más abajo hay vestigios
de algún templo romano
y, si perseveramos,
otros restos paganos,
íberos o fenicios,
pueden ser encontrados.
Cultos desconocidos
se pierden en el manto
mineral de la tierra,
y a continuación están
los núcleos interno
y externo; y en el centro
de todo ello la hoguera
de la que afluyen calor
y eternos minerales
que nutren piedras, cultos
y manos temblorosas.
Manos que, yermas, palpan
misterios infinitos.


EL HIJO PRÓDIGO

Salí del santuario,
porque no servía ya
para avivar mi cuerpo
y apacentar mi alma,
y vagué por caminos
y llegué hasta la ciudad
que cobijaba el mundo.
Recorrí sus arterias
comerciales, dormité
en moteles baratos,
solitario y nutrido,
donde soñaban cuerpos
cebados como el mío,
ajenos como el tuyo.
Y atravesé la ciudad
y me interné en un yermo
en el que vagué días,
noches, semanas, meses.
Para llegar al final
de un acantilado,
asomarme al abismo
y que se reflejara
el abismo en mí, siendo
el abismo todo: piel,
tierra, fuego, mar, aire.
Y entonces me retiré,
volví sobre mis pasos,
cruzando yermo y ciudad,
sin detenerme ni hacer
noche, y otra vez subí
la montaña y de nuevo
alcancé el santuario,
para tomar descanso
y renovar mi espíritu.


EN RUINAS

Un templo tengo en ruinas
y es a mí a quien toca
renovar, apuntalar
sus cimientos y diques,
Asegurar cúpulas
y quedar a la espera
del buen dios.
No depende
de mí que acuda, mas sí
que las puertas abiertas
permanezcan: que con luz
auxilie, que su espada
nos señale el camino.


EL ARTE DE MORIR

A menudo responden
"aquí estoy", en el Libro,
al oír tu llamada.
"Señor, aquí estoy, Señor",
dicen sin duda alguna.
Y pudiera ser, quizá,
que hayas pronunciado
mi nombre, y que lejos
yo haya estado, dejando,
durante mucho tiempo
-absorto, extraviado-,
tu voz desatendida.
Creo estar de regreso,
y aguardo tu llamada,
de nuevo, si así deseas,
para que cuando llames
también yo pueda decir,
"Señor, aquí estoy, Señor".


ANTE UNA VELA

Este apagón me ha dado
la vieja oportunidad
de encender una vela
e iluminar la espera:
la llama silenciosa
tiembla como ha hecho siempre,
alumbrando guerras,
muertes, odio y amores.
Ahora esta habitación.
Su fuego nos custodia,
desde el principio hasta el fin
de este peregrinaje,
preservando el misterio
que no podemos palpar.
Es voluntad de algún dios
que no toquemos su piel.


CANTO

Oscila el alma y sigue
el cuerpo a la llamada
de las voces, que de algún
hondo lugar arriban
suaves a mi morada.
Afuera ruge el mundo,
pero vacío escucho
la armonía que anega,
mansa, por don y obra
de monjes anónimos
de esta vieja abadía.
Es un coro afilado,
calmo, y sus plegarias,
sobre las alas de algún
arcángel sobrehumano,
hienden y elevan solas
eternas alabanzas
que palpan el misterio.
Al oírlas, uno sabe
que nada ha de añadirse;
que nada, nadie, nada.
Y así, yo, luz tan solo,
me desnudo y ofrezco,
entrego aquello que soy
y permanece oculto,
verdadero. Entrego
este fulgor íntimo,
esta luz temblorosa.