Presentamos la traducción (inédita) de las primeras páginas del libro God after Darwin. A Theology of Evolution, de John F. Taught, publicado en el año 2000 por Westview Press. En este interesantísimo libro, el autor aborda de manera audaz y vivificadora cuestiones del máximo interés acerca del llamado "diseño inteligente" y de qué modo la teología cristiana puede, y debe, integrar aspectos de la teoría evolutiva darwiniana para alcanzar una mejor comprensión del lugar que el Creador nos ha reservado en el mundo.
Hace ahora un siglo y medio, más o menos, Charles Darwin sorprendió al mundo con su innovadora teoría de la evolución. A día de hoy, la teología aún tiene encontronazos con ella. Incluso en occidente, donde al fin muchos pensadores religiosos han asumido las nociones de la ciencia darwiniana, sólo una mínima parte de ellos han reflexionado en profundidad acerca de ellas. E incluso aquellos que reclaman afrontar la teoría de la evolución a menudo se han cuidado de excluir algunos de sus propuestas más incómodas para ellos. Cuando no han rechazado las ideas darwinianas de manera abierta, se han conformado con afirmar de manera un tanto tópica que "la evolución es el modo en que Dios llevó a cabo la Creación".
Si bien es cierto que a la teología le costó asumir la realidad de la evolución, poco a menos le ocurrió al mundo del pensamiento en general. Como nos recordó Hans Jonas poco antes de su muerte, la filosofía todavía debe alcanzar una comprensión de la realidad (una ontología) adecuada a la evolución. El materialismo, es decir, la creencia de que sólo la materia vital y mental es "real", ha procurado los parámetros filosóficos necesarios para la ciencia evolucionista. A principios del siglo XX, Alfred North Whitehead ya había demostrado que la metafísica materialista reinante en la filosofía occidental topaba frontalmente con la disruptiva novedad de la evolución de la vida, de modo que trató de construir un marco filosófica alternativa a la misma. Sin embargo, sólo una minoría de filósofos y científicos conocen y aprecian el pensamiento de Whitehead, y aún hoy en día para muchos evolucionistas no existe un alternativa convincente al materialismo como marco intelectual para su ciencia.
Aun así, nuestra prioridad en este libro es la teología, y personalmente creo que puedo decir sin temor a equivocarme que el pensamiento religioso contemporáneo aún tiene pendiente acometer una transición completa hacia un mundo post-darwiniano. En un gran número de casos, los teólogos aún piensan y escriben casi como si creyeran que Darwin nunca hubiese existido. Su atención permanece fijada ante todo en el mundo humano y sus preocupaciones primordiales. Los aspectos biológicos o cosmológicos no parecen haber afectado a su comprensión del concepto de Dios y de su relación con el mundo. A pesar de que, en la actualidad, la conciencia de la crisis ecológica ha inducido a muchas personas a prestar atención al mundo natural, la historia de la evolución todavía no resulta del interés de demasiados teólogos académicos ni estudiosos religiosos, sin hablar de la población general de los creyentes.
El escepticismo científico, por supuesto, hace tiempo que decidió que la única opción razonable que nos dejó Darwin fue la de un universo en el que Dios está excluido por completo. Que la teología haya sobrevivido a Darwin para algunos evolucionistas debe resultar un divertido anacronismo. Deberíamos estar de acuerdo, en tal caso, en que el ateísmo sería el correlato lógico de la ciencia evolutiva, de modo que el tiempo de las religiones y las teologías se habría acabado. Sin embargo, por lo que podemos observar, dicho juicio apenas se puede sostener. En las páginas que siguen, aspiro a argumental que Darwin nos brindó un arsenal conceptual cuya profundidad, belleza y pathos -cuando lo analizamos en el contexto de una épica evolutiva de amplio espectro cósmico- nos obliga a enfrentarnos a la cruda realidad de lo sagrado y a un universo rotundamente significativo.
La teoría darwiniana de la selección natural
Darwin proclamó que todas las formas de vida descienden de un ancestro común y que el amplio espectro de las especies vivas puede ser computadas por un proceso que el llamó "selección natural". Los miembros de cualquier especie existente, de manera azarosa, se van diferenciando unos de otros, y de la variedad subsiguiente la naturaleza "elige" sólo aquellos que "encajan", es decir, los mejor "adaptados" a sus circunstancias ambientales para sobrevivir y tener descendencia. Durante períodos de tiempo sumamente largos, la selección de cambios favorables diminutos en cuanto a la adaptabilidad de una especie provocará incontables formas de vida nuevas y diferentes, incluidas en su caso las humanas.
Darwin publicó "El origen de las especies" en 1859, y todavía hoy en día la mayoría de los biólogos ensalzan el libro por su precisión general. En una síntesis conocida con el nombre de "neodarwinismo", se han limitado a añadir a las ideas originales de Darwin los recientes descubrimientos en materia genética. Si bien persisten importantes diferencias internas entre los biólogos evolutivos, en la actualidad existe un consenso acerca del genio de Darwin así como de la pertinencia esencial de sus ideas acerca de un ancestral común y del mecanismo de la selección natural. Las opiniones discrepan acerca del papel que juegan en la evolución factores como el azar, la adaptación, la selección, los genes, los organismos individuales, los grupos, la lucha, la cooperación, la competencia, etc. Sea como fuere, ningún científico pone en duda que la vida sobre la Tierra se ha desenvuelto de acuerdo con las líneas (algo toscas, quizás) que trazó Darwin de manera brillante.
Dado el papel que le confiere a los elementos de azar o selección ciega en el despliegue de la vida, el dibujo darwiniano consigue que la idea tradicional de un Dios compasivo y todopoderoso resulte superflua e incluso incoherente. Incluso aquellos teólogos que se resisten a considerar las tesis evolutivas a duras penas pueden negar que subsisten serias dificultades acerca de cómo abordan las religiones lo que solemos llamar con el nombre de "Dios". Tras sopesar el relato del tortuoso viaje de la vida sobre el planeta, cualquier tesis acerca de un "plan divino" al respecto suena increíble. De modo que la invitación teológica a explicar la vida de acuerdo con un "diseño inteligente" resulta especialmente sospechosa.
Como es natural no todo el mundo está de acuerdo. En su controvertido libro, La caja negra de Darwin, el bioquímico Michael Behe, por ejemplo, ofrece una nueva e interesante perspectiva acerca de la vieja teoría de que la vida es el resultado de un "diseño inteligente". Argumenta el autor que el concepto darwiniano de evolución 'gradual' desde la simplicidad hasta la complejidad no puede explicar los intrincados patrones que sigue la vida, ni siquiera a un nivel celular. Para muchos darwinianos, incluso la más simple célula viva es una "caja negra" cuyas funciones generales pueden ser conocidas pero cuyas funcionalidades internas escapan a nuestra comprensión. Sin embargo, de acuerdo con Behe la bioquímica está logrando proyectar su luz sobre la caja negra de Darwin, revelando un microcosmos de "irreductible complejidad" para la cual la teoría de Darwin nunca ofreció una explicación adecuada.
El propio Darwin confesó que si se pudiera mostrar con claridad que la variedad de la vida procede de otro modo que mediante modificaciones diminutas de cambios fortuitos, entonces su teoría quedaría refutada. Al subrayar la salvedad de Darwin, Behe trata de mostrar que la constitución celular de los seres vivos no podría haberse producido de manera progresiva, paso a paso, como un darwiniano estricto debería defender. La complejidad de los componentes internos de una célula impediría su funcionamiento adecuado, a menos que todos estuvieran activos de manera simultánea, trabajando de manera estrictamente coordinada. Por lo tanto, la aparición gradual, que permitiría que las piezas de la vida se ajustasen de manera aislada y por separado, realmente no puede explicar ni siquiera la vida celular, y menos aún el mundo de la vida a una escala mayor. Echando mano de una analogía sencilla, Behe plantea que una trampa para ratones no funcionaría a menos que todas las piezas que la componen estuvieran presentes al mismo tiempo; una menos, y la rata escapa. Igualmente, los mecanismos celulares no pueden cumplir sus funciones vitales a menos que todos sus componentes, en su asombrosa complejidad y diversidad, hayan sido ensamblados a la vez y actúen al unísono.
Behe califica de "irreductiblemente complejos" a los mecanismos celulares en el sentido de que no se pueden descomponer en piezas o fases que habrían sido ensambladas gradualmente a lo largo del tiempo. Cuesta imaginar cómo una enzima o un mecanismo de coagulación sanguínea, por ejemplo, podrían funcionar si no estuvieran operativos todos sus múltiples componentes desde el primer momento. Ahora bien, si el mecanismo celular no es producto de una acumulación gradual de pequeños cambios, entonces -concluye Behe- la explicación darwiniana de la vida es ostensiblemente errónea. La única alternativa es la de un "diseño inteligente".
Para muchos anti-darwinianos, las ideas de Behe son consoladoras. Sin embargo, para los darwinianos, sean cuales fueran los méritos del análisis bioquímico de la complejidad celular, la apelación implícita a la teología en las páginas de un libro de ciencia suponía una forma de cobarde abdicación. El desdén con el que algunos científicos recibieron las, por lo demás, cándidas propuestas, constituye en sí mismo un interesante motivo de reflexión. Pero lo que sorprende al teólogo tras leer el libro de Behe es que si la teoría darwiniana de algo requiere para completar su descripción de la vida es, justamente, del concepto de "diseño inteligente". Dicha noción sobrevuela con discreción por encima de los aspectos azarosos de la evolución, los cuales forman parte del proceso natural de la vida. Se ignora que los tonos más oscuros de la historia darwiniana que imprime un molde trágico a la evolución y, consiguientemente, constriñe la credibilidad de cualquier teología.
Irónicamente, ni los defensores del "diseño inteligente" ni sus oponentes materialistas abordan realmente la 'vida' en toda su complejidad, pues a lo que ambos bandos aspiran es a una claridad intelectual al precio de marginar la "novedad" intrínseca a los procesos vitales. Desde el momento en que, por definición, la irrupción de una novedad genuina supone una perturbación del diseño vigente, ocasionando episodios de desorden, resulta tentador, tanto desde una perspectiva intelectual como religiosa, negar su propia existencia. Los intérpretes materialistas han atemperado sistemáticamente nuestro sentido intuitivo de la perpetua novedad de la vida mediante la idea de que la evolución se limita a reordenar unidades físicas (átomos, moléculas, células o genes) previamente presentes. De manera correcta, observaron que la aparición y propagación de la vida se ve constreñida por la invariabilidad de las leyes físicas, y que dichas leyes no pueden ser violadas en modo alguno por la propia vida. Sin embargo, de esta perogrullada dedujeron la conclusión, sumamente peregrina, que desde el momento que la evolución de la vida no puede vulnerar en modo alguno las aparentemente eternas leyes de la química y la física, en última instancia no puede irrumpir en la existencia nada realmente nuevo.
La fijación teológica por el "diseño inteligente", sin embargo, no se muestra menos propensa a ignorar la novedad esencial de la vida, y prescinde del hecho de que la vida requiere la disolución de un "diseño" rígido, precisamente con vistas a poder perdurar a toda costa. Instintivamente cualquiera puede entender esta idea; ahora bien, una teología basada de un modo demasiado radical en la noción del diseño suele hacer abstracción de esta verdad tan fundamental, e ignora la "disolución" que inevitablemente acompaña la aparición y la extensión de la vida. Lo que es peor, asociando la idea de Dios únicamente con el hecho del orden, en perjuicio de la novedad, una teología basada en el diseño equivale a atribuirle el desorden natural al diablo. Eximiendo a la realidad última de cualquier complicidad con el caos, este tipo de teología aparta a Dios del propio flujo de la vida.
Una teología obsesionada con el orden está en desventaja para aceptar el concepto mismo de evolución, y aún más para asumir los aspectos más profundos y turbadores de la propia experiencia religiosa, lo cual le resta capacidad para entablar un contacto significativo con el desorden de la evolución. Lo que hace que la evolución parezca incompatible con la idea de Dios no es tanto la idea darwiniana de la lucha natural por la vida, sino el propio fracaso de la teología a la hora de reflejar en profundidad el pathos divino. Lo que consigue Darwin -y esto forma parte de su "regalo a la teología"- es retar al pensamiento religioso a recobrar los aspectos trágicos de la creatividad divina que había descuidado, de manera demasiado negligente, tras el disfraz del orden y el diseño.
A pesar de que ambos permanecen como fieros antagonistas, tanto los científicos materialistas como los teóricos del "diseño inteligente" comparten una misma compulsión por suprimir la apertura respecto al vibrante sentido de la vida respecto a la "nueva" creación. Casi por definición, el materialismo científico margina todo aquello que la sabiduría popular entiende por "vida". Ahora bien, la fijación de gran parte del pensamiento religioso por el concepto de diseño inteligente igualmente rechaza la novedad y la inestabilidad sin las cuales la vida se reduce a la muerte. En contraste, el panorama que pinta Darwin de la naturaleza sí resulta apto para trasmitir la sensación de vida real con toda la novedad, perturbación y dramatismo que ello implica. Su ciencia, cuando se ve sofocada por el rígido marchamo de una metafísica materialista, puede infundir una considerable profundidad y riqueza a nuestro sentido de intenso misterio en el cual nuestras religiones tratan de iniciarnos.
Como es lógico, muchos buenos científicos no lo ven de este modo. Durante un siglo y medio, los escépticos han descubierto en la evolución la confirmación definitiva de un tenso fatalismo que ha sobrevalorado sobre la ciencia moderna desde el principio. Para unos pocos extrovertidos, Darwin condenó a la inopialos milenios de ignorancia religiosa de nuestra especie. Para poder hablar de una "teología evolucionista", como hace este libro, podría parecer el más risible de los proyectos. Para algunos pensadores científicos, el proceso evolutivo es, en palabras de David Hull, "plagado de casualidades, contingencias, despilfarros, muertes, dolor y horror". Así pues, cualquier dios que supervisara esta escabechina debería ser alguien "despreocupado, indiferente, casi diabólico". No existe, en opinión de Hull, "ninguna clase de divinidad a la cual uno pudiera sentirse inclinado a rezar".
Mientras sigamos pensando en Dios sólo en términos de un concepto estrictamente humano de "orden" o "diseño", el ateísmo de muchos evolucionistas se nos podría antojar bastante pertinente. De hecho, el evolucionismo perturba cierto sentido del orden, de manera que si Dios únicamente significa "fuente de orden", incluso el más elemental examen de un vestigio fósil debería hacer sospechosa esta idea. Ahora bien, ¿y si Dios no fuese simplemente el creador del orden, sino también el de la perturbadora "novedad"? Más aún, ¿y si el cosmos no fuese simplemente un "orden" (que es lo que significa la palabra "cosmos" en griego) sino un "proceso" aún inconcluso? Supongamos que, al observar con mayor atención el universo, llegamos a la incontrovertible evidencia de que "todavía" está siendo creado. Y supongamos, además, que ese "Dios" estuviese menos interesado en imponer un plan o diseño a dicho proceso que en proporcionarle nuevas opciones para incidir en su propia creación. Si aplicásemos estos ajustes conceptuales, tanto la ciencia contemporánea como una teología consistente deberían asumir, como hacemos nosotros, la idea de que Dios no sólo resulta compatible con la evolución, sino que anticipa de manera lógica el tipo de mundo vital que la biología neodarwiniana quiere plantearnos.
En Speculum reunimos textos e imágenes de la tradición occidental
desde una perspectiva abiertamente cristiana
con el propósito de contribuir a su mejor conocimiento,
en la convicción de que el saber es el mejor camino hacia la fe.
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