Silencio en la catedral















ATARDECER EN LA CATEDRAL

Por las calles desiertas, nadie. El viento
y la luz sobre las tapias
que enciende los aleros al sol último.
Tras una puerta se queja el agua oculta.
Ven a la catedral, alma de soledad temblando.

Cuando el labrador deja en esta hora
abierta ya la tierra con los surcos,
nace de la obra hecha gozo y calma.
Cerca de Dios se halla el pensamiento.

Algunos chopos secos, llama ardida
levantan por el campo, como el humo
alegre en los tejados de las casas.
Vuelve un rebaño junto al arroyo oscuro
donde duerme la tarde entre la hierba.
El frío está naciendo y es el cielo más hondo.

Como un sueño de piedra, de música callada,
desde la flecha erguida de la torre
hasta la lonja de anchas losas grises,
la catedral extática aparece,
toda reposo: vidrio, madera, bronce,
fervor puro a la sombra de los siglos.

Una vigilia dicen esos ángeles
y su espada desnuda sobre el pórtico,
florido con sonrisas por los santos viejos,
como huerto de otoño que brotara
musgos entre las rocas esculpidas.

Aquí encuentran la paz los hombres vivos,
paz de los odios, paz de los amores,
olvido dulce y largo, donde el cuerpo
fatigado se baña en las tinieblas.

Entra en la catedral, ve por las naves altas
de esbelta bóveda, gratas a los pasos
errantes sobre el mármol, entre columnas,
hacia el altar, ascua serena,
gloria propicia al alma solitaria.

Como el niño descansa, porque cree
en la fuerza prudente de su padre;
con el vivir callado de las cosas
sobre el haz inmutable de la tierra,
transcurren estas horas en el templo.

No hay lucha ni temor, no hay pena ni deseo.
Todo queda aceptado hasta la muerte
y olvidado tras de la muerte, contemplando,
libres del cuerpo, y adorando,
necesidad del alma exenta de deleite.

Apagándose van aquellos vidrios
del alto ventanal, y apenas si con oro
triste se irisan débilmente. Muere el día,
pero la paz perdura postrada entre la sombra.

El suelo besan quedos unos pasos
lejanos. Alguna forma, a solas,
reza caída ante una vasta reja
donde palpita el ala de una llama amarilla.

Llanto escondido moja el alma,
sintiendo la presencia de un poder misterioso
que el consuelo creara para el hombre,
sombra divina hablando en el silencio.

Aromas, brotes vivos surgen,
afirmando la vida, tal savia de la tierra
que irrumpe en milagrosas formas verdes,
secreto entre los muros de este templo,
el soplo animador de nuestro mundo
pasa y orea la noche de los hombres.



Hermoso poema de Cernuda que nos recuerda que las catedrales, antes que museos, son espacios de oración, de reencuentro con uno mismo y con Dios; con Dios a través de uno mismo, pues como dice Agustín, Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. La introspección no se topa con la tempestad de las pulsiones, sino con el Tú divino. “El alma tiembla de soledad”. La soledad es la peor pobreza humana. Y las catedrales se construyeron para exorcizarla. “El cuerpo fatigado se baña en las tinieblas”. No son los fluidos corporales los que lubrican nuestros cuerpos y nuestras almas, sino las tinieblas catedralicias que realzan la luz. “Llanto escondido moja el alma”. Porque el alma necesita de la lluvia de la contrición y del encuentro. La “sombra divina hablando en el silencio”, pues nada más elocuente que ese silencio que permite escuchar la voz de Dios.

Antonio Barnés







En Speculum reunimos textos e imágenes de la tradición occidental
desde una perspectiva abiertamente cristiana
con el propósito de contribuir a su mejor conocimiento,
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Edita: Libros al Albur