Matilde de Magdeburgo: la luz que fluye de Dios


(Extracto del prólogo escrito por Almudena Otero de la traducción del libro La luz que fluye de la divinidad, publicado por Herder en 2016).

No se conoce mucho de la biografía de Matilde de Magdeburgo. Se sabe que nació en Sajonia hacia 1207, probablemente en una familia noble, y hacia 1230 abandonó a su familia para unirse a un grupo de beguinas, mujeres que, sin pertenecer a una orden religiosa, vivían en comunidad dedicadas a la oración y al servicio a los pobres. Con ellas pasó muchos años, hasta que la persecución de las beguinas por parte de las autoridades religiosas, las críticas y amenazas a causa de su obra y algunos problemas de salud obligaron a Matilde a buscar refugio, hacia 1270, en el convento de Helfta, habitado por monjas cistercienses y hogar de otras mujeres escritoras, como Gertrudis la Grande y Matilde de Hackeborn.

Aunque Matilde tuvo, según ella misma señala en su obra, experiencias de carácter espiritual desde que era una niña, no comenzó a escribir su libro hasta pasados los cuarenta años, algo habitual entre las autoras místicas medievales. Como han señalado Victoria  Cirlot y Blanca Garí, el inicio de la labor de escritura aparece en estas mujeres asociado a la llegada de la madurez. Este trabajo de escritura acompañó a Matilde hasta su muerte, a lo largo de cuarenta años; el texto constituye así una transcripción en palabras de ese fluir de su existencia.

La luz que fluye de la divinidad surge así como una especie de reflejo de la vida de Matilde, una vida concebida como algo más que una suma de datos biográficos, que de hecho apenas aparecen en la obra. Y esta es quizás la causa de que, aunque la biografía de Matilde ha sido borrada por el paso del tiempo, su palabra continúa resonando. Porque, aunque la autora de Magdeburgo es hija de sus circunstancias y su obra es fruto de un tiempo y de un lugar determinados, de una religión concreta y de un cierto entorno social, su voz nació con el deseo de trascender esa frontera, de ir más allá de sí misma, de superar los límites del yo; de reflejar, precisamente, la vida.

El texto de Matilde no es un monólogo que aspira a una verdad monolítica y cerrada, sino un diálogo en el que la palabra se va construyendo. En ese diálogo, en ese intercambio de palabras, fluye el lenguaje: la palabra de Dios nace así en el silencio, en la capacidad de escuchar al Otro. En el diálogo la verdad se va haciendo; no es un ente que existía previamente y que solo hay que consignar sobre el papel, sino que existe en el proceso, en el movimiento, en el derramarse de las palabras.

Matilde saca la palabra de Dios a la calle, fuera de las escuelas teológicas, y habla de Dios con el lenguaje de su tiempo, con las palabras del mundo. De Dios se habla en latín, el idioma de las verdades dogmáticas y de la teología, una jerga de especialistas que solo entienden unos pocos, un lenguaje que pretende ser preciso y sistemático. En cambio, la palabra de Dios brota en lengua vernácula: el idioma vivo, que se mueve, que se habla en la corte y en los mercados. Matilde lleva la palabra de Dios a la plaza pública, a esos lugares en los que los seres humanos se encuentran y dialogan entre sí. Su lenguaje es, como su misma vida, nómada: de la corte a la ciudad, de la ciudad al claustro. Se trata de una palabra en construcción permanente, que nunca parece encontrar su forma definitiva; un texto que Matilde fue escribiendo a lo largo de muchos años, como el reflejo del fluir de la vida.

El lenguaje de Matilde es heredero de la literatura cortesana, hijo de su época y del entorno social en el que ella nació y se crió. Pero en él no resuenan solo las voces de los trovadores y de las damas de la corte, sino también las de los pobres de la ciudad en la que Matilde vivió de adulta, las de los campesinos que trabajan la tierra, las de los monjes que cantan los salmos en la penumbra de sus monasterios. Surge así un texto fragmentario, una gran enciclopedia de la literatura de su tiempo, en el que encontramos, como en un collage posmoderno, verso y prosa, diálogos, alegorías, oraciones, visiones, canciones, citas bíblicas y formas de la lírica cortesana.

En La luz que fluye de la divinidad hay lugar para la confesión íntima, pero también para la observación detallada del mundo, para pasajes de carácter profético o para consejos útiles en la vida espiritual o comunitaria. Una multitud de voces en bajoalemán —aunque el texto que hoy conservamos es una traducción realizada con posterioridad al dialecto de Basilea—, en la que, con todo, hay una línea de continuidad: capítulos que se refieren a otros anteriores, presencia constante de ciertos personajes —como Enoc y Elías, los mártires de los últimos tiempos—, paralelismos, alusiones. Frente al sistema, que aspira a una explicación cerrada y definitiva del mundo, remiten a una fragmentación que —de forma parecida a como lo enunciaba Friedrich Schlegel— es a la vez superación de las diferencias, aspiración de totalidad, unidad. Una totalidad que no es universalidad dogmática, que evita cualquier tentación totalitaria, cualquier verdad cerrada y definida, porque se encuentra en continuo movimiento, es inacabada y abierta, imperfecta.

En su multiplicidad de voces el texto de Matilde aparece como una enorme polifonía, un canto coral que evoca por momentos el lenguaje litúrgico y su carácter repetitivo, contrapuesto en su orden no lineal a un tiempo discursivo. Pero frente a una liturgia que se ha vuelto anquilosada y rígida, Matilde nos remite a un orden litúrgico en el que la repetición es a la vez movimiento y que, de este modo, abre en su monotonía una puerta a lo eterno, crea presencia de lo divino. Se trata de un conjunto de voces que abarcan todo el universo, fragmentario y complejo, un coro que puede al principio parecer discordante, pero que acaba entonando una melodía armoniosa de alabanza a Dios. En la alabanza, el lenguaje ya no es lo que dice; el canto de alabanza se agota en sí mismo, no busca nada ni remite a nada, existe en una inmediatez que elude cualquier esquema preconcebido: es el mismo deseo, el fluir del mundo.

La luz que fluye de la divinidad es así música de alabanza, que invita al movimiento de los cuerpos, a una danza en círculos y ascendente. Es un reien, el corro que los bienaventurados (III, 1) y las vírgenes (IV, 1) bailan en el cielo, un reien cósmico que es, como dijo alguna vez Heidegger, la rueda del devenir en la que se anillan la tierra y el cielo, los divinos y los mortales. Se trata de una danza que es movimiento erótico fluyendo hacia la unidad, movimiento circular que es permanente alabanza a Dios (loptanz, I, 44), en el que la vida aparece transformada en una eterna glorificación de la divinidad.





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(traducción inédita)

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(reflexión)

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(aforismos inéditos)

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(poemas inéditos)

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(avance editorial)

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(análisis iconográfico)

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Juan Ramón Jiménez: 
ese animal de los fondos luminosos
(poema)

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(avance editorial)

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(retrospectiva literaria)

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(opinión)

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(semblanza)

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